Cierra los ojos ante tanta soledad.
Bajar hasta aquí sin la protección necesaria
que me acredita como involuntario
es un riesgo,
no sólo por el hecho de sentirme despistado,
sino también porque, ante tanta indiferencia,
respirar es un logro demasiado extraordinario,
casi imposible, simplemente humano.
En este espacio me doy cuenta
de lo incapaz e inadecuado que soy
para aferrarme a alguna cosa,
para tocar
y presentir a través de mis latidos
alguna distracción
o una esperanza
que se cuele en las columnas
de la calma matutina.
No encuentro nada de mí mismo
en los analfabetos de la noche.
Me siento tan común
entre el espanto que produce
no saber las cosas a tiempo.
Me siento casi como una aficionado
al pedir permiso de lo mismo
que me has negado tantas veces.
Las alas se me caen
justo cuando mi luz se ha puesto verde.
Bajar hasta aquí sin esas credenciales
que me ocultan de la gente,
es ante todo y sobre todo un riesgo,
no sólo porque nadie espera mi sonrisa,
sino porque entre tanta queja,
entre tanta hambre,
entre tanta duda
mis palabras se sienten solitarias.
Solamente los ladridos me esperan
para juzgar el paso de mi sombra invertebrada.
Solo un canasto de sueños oxidados
parece advertir mi culpa.
Y sé,
en lo más alto de mi apariencia,
que aunque publique mi canto
en los postes y aceras
nadie vendrá a dejar su auxilio a mi puerta.
Estoy a penas en el sitio exacto
de ninguna parte.
Bajar hasta aquí
con tanta anticipación
y desenfreno,
sin tener entre mis manos
una excusa valedera
para canjear por mi condena,
supone que quizás
he perdido el rumbo
o he decidido no volver
jamás a poblar tu cuerpo con el mío.