Nadie se enteró de mí,
nadie.
Deje caer el frío de mis ojos
en los transeúntes sin destino,
y nadie supo corresponder
toda la atención que les prestaba.
A veces, soplaba fuerte
entre las faldas de las prostitutas callejeras
y a penas y sentían algo diferente.
Mis esfuerzos eran cenizas viejas
de cuerpos olvidados y sin nombre.
Ni mi sombra confundiendo los semáforos
los hizo voltear la vista o preocuparse.
Nadie se enteró nunca de nada.
Todos, perdidos, caminan hacia ningún lado,
hacia ninguna parte y yo, en esta esquina,
columpiando mis deseos como un niño.
Las moscas, sí;
también algunas golondrinas.
Ellas fueron mi única compañía.
Mis palabras se fueron quedando quietas.
Aprendí del humo de algún cigarrillo
que la soledad es más profunda
cuando hay tanta gente cerca,
sin buscarnos.
Entonces, al compás de algunas gotas de lluvia,
decidí alzar el vuelo, escapar de este sitio,
esperando que al abrir mis alas, alguien notara mi ausencia,
o mi presencia...
Pero en ésta ciudad, como en otras tantas,
nadie repara en palabras desnudas en protesta,
nadie advierte el valor de una promesa.
Por ello, aunque grité mis dolores en el tráfico,
nadie se entero de mi tristeza,
sólo algunas moscas
y unas cuantas golondrinas.
David E. Alvarado
El Salvador
El Salvador
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